Ayer estuve aquí. No me tomé fotos y no importa. Tengo que decir que estuve en este colegio del sur de Quito, a más de tres mil metros de altura, y algo en mi manera de concebir la educación, la verdad de la educación, cambió para siempre.
He sido testigo a lo largo de mi vida aquí, como docente y como ciudadana, de intenciones de todo tipo: buenas, regulares y directamente miserables en torno a esto que es la educación, del negocio de los colegios que cobran pensiones descomunales a cambio de muy poco, y a ratos en un acontecer de malas prácticas de las que no se hacen cargo. He visto de todo. Lo he padecido también. Y también he visto esfuerzos por respetar la individualidad, las necesidades de cada uno. Sí, he visto muchas cosas; pero ayer vi y viví algo que merece ser compartido con ustedes: este colegio financiado por padrinos de fuera del país (la mayoría), y por el estado en alguna medida; como un espacio cuya frontera o meta no es la adquisición de conocimientos sino el camino para la vida, el pasaje que puede poner a sus niños y jóvenes en un mundo seguro y mejor, lejos de lo que en muchos casos hubiera podido ser el único destino o lugar posible: la destitución humana que no queremos, que nos golpea de modo invisible y nos hace críticos implacables de tantos males. Esta institución lleva 30 años así.
Muchos no pagan pensiones, otros pagan muy poco, los profesores tienen salarios bajos, sí... Pero los estudiantes tocan violín, piano, instrumentos de viento, guitarra, cantan en un coro cuya profesora se graduó allí mismo y tiene una sonrisa limpia como el aire del lugar; hacen yoga, practican deportes y además, llevan un plan de lectura (gracias al cual llegué a ellos por dos de mis libros), y trabajan en un huerto espectacular, más arriba del colegio, y cultivan tomates y otras verduras, y van a emprender un proyecto de un museo de sitio, y están a cargo de un parque precioso que está muy cerca de ellos... Por solo mencionar parte de lo que hacen.
Es un colegio inclusivo, verdaderamente inclusivo, el porcentaje altísimo de alumnos con discapacidad lo evidencia, y la felicidad de todos también. Algunos ingresan al colegio desde los 2 años, al centro infantil. Muchos reciben allí desde la primera comida del día hasta la última. Entre ellos se dicen 'compa', y también les dicen compa a sus profesores y a los directivos, a todo el mundo. Ayer fui la compa Liset todo el día, hasta tarde en la noche. ¡Qué dicha!
Una se pregunta cómo es posible que algo así, cuyos fondos dependen de un golpear puertas tan desgastante, y donde la realidad particular de cada estudiante es una historia como la que es, donde los profesores y profesoras se visten de padres y madres todos los días allí mismo, y llevan con ellos los equipajes, las mochilas pesadas, los vacíos, las pérdidas, los logros de cada uno de verdad (no es un decir), se ha mantenido. Pues con mucho amor y mucho cansancio y mucho volver a intentar y sudar y perder la voz y las fuerzas y recuperarlo todo de nuevo porque están seguros de que vale la pena. Por todos los que han apoyado al INEPE escribo estas palabras. Por Valeria López y su familia, que empezaron y se mantienen en una férrea lucha por sus niños y niñas, por el inmenso corazón que late allí, por los mendigos y personas de la zona que comen en el comedor del INEPE, por los niños y jóvenes que me contactaron desde hace meses, por mi amigo Wladimir Iza (por nuestro helado pendiente, Wladimir), por todos los que me escriben ahora por aquí.
Anoche soñé con un bosque alto, cercano a las nubes, y un montón de compas felices, a punto de bajar a construir un mundo mejor. Seguro los abracé y los besé a todos, uno por uno. Si se puede entender por buena educación algo mejor que esto, o diferente, que me lo digan. Yo lo vi ayer, y me quedo con todo. Mi respeto y mi amor a este proyecto que es luz y más luz allá arriba, donde el aire es más limpio en esta ciudad.